dimecres, 13 de novembre del 2013

Regirant entre les despulles del passat














Regirant entre les despulles del passat
he trobat la fragància d’un alè desconegut,
la por a la fragilitat sense mesura
i el desig d'emmetzinar el nostre amor com Romeu i Julieta.
Però aquest cop ens hem tornat immunes al verí
i el bàlsam que abans guaria les ferides
s’ha convertit en un trist succedani que no calma la set.
Ja no distingim la tardor de l’hivern
perquè les agulles del rellotge 
es van rendir sense demanar-nos permís
i amb la sang glaçada no hi ha foc que revifi.
Regirant entre les despulles del passat
m’he trobat i m’he perdut.
I he imaginat una nova història escrita sobre la teva pell,
amb paraules i silencis que sabrem compartir,
potser no ara, potser més endavant,
potser amb gestos maldestres
que un dia cobraran forma.


Buscando entre los despojos del pasado

Buscando entre los despojos del pasado
he encontrado la fragancia de un aliento desconocido,
el miedo a la fragilidad sin medida
y el deseo de envenenar nuestro amor como Romeo y Julieta.
Pero esta vez nos hemos vuelto inmunes a ese veneno
y el bálsamo que curaba las heridas
se ha convertido en un triste sucedáneo que no calma la sed.
Ya no distinguimos el otoño del invierno
porque las agujas del reloj se rindieron sin pedirnos permiso
y con la sangre helada no hay fuego que reviva.
Buscando entre los despojos del pasado
me he encontrado y me he perdido.
Y he imaginado una nueva historia escrita sobre tu piel,
con palabras y silencios que sabremos compartir,
quizás no ahora, quizás más adelante,
quizás con gestos torpes
que un día cobrarán forma.

divendres, 9 d’agost del 2013

Cosas de niños...


A Marcos le encantaba andar descalzo, notar que los dedos de los pies no le quedaban oprimidos por esos horribles zapatos que su madre le obligaba a llevar. Le gustaba pisar la hierba y la arena húmeda y jugar sin miedo a ser reñido por haberse manchado la ropa. Por qué los mayores le daban tanta importancia a un trozo de tela... si precisamente la lavadora se había inventado para hacer desaparecer esos restos de chocolate y barro que tan creativamente estampaban sus camisetas... Marcos no lo sabía. Tampoco sabía por qué siempre le mandaban callar, quedarse quieto para no molestar o por qué papá se enfadaba cada vez que se ponía a bailar. Esas mariconadas son de niñas... decía. Y él no entendía nada, porque recordaba la cara de felicidad de papá en la fiesta de cumpleaños del tío Felipe moviendo las caderas al ritmo del cha-cha-chá. Si no fuera por esas copas de más que te has tomado... no moverías ni el dedo gordo del pie... le gritaba mamá.
Marcos se pasaba horas observando como ella ordenaba la compra del día con agilidad, cuidaba delicadamente las plantas que decoraban el balcón y cantaba, con su preciosa voz, las canciones de esa señora francesa que hacía gorgoritos.
Pero si una cosa le hacía más feliz que nada era ver sonreír a Lucía, que así es como se llamaba. Lucía a menudo estaba triste y cuando él le preguntaba ella respondía con un... a veces las cosas no son lo que parecen, cariño, o... uno no puede hacer siempre lo que quiere... o el tópico por excelencia: ya lo entenderás cuando seas mayor...
Qué raros son los adultos... pensaba. Sienten unas cosas, pero luego dicen y hacen otras. A mí me castigan por decir mentiras y, sin embargo, ellos se mienten a sí mismos y a los demás con impunidad y no se quedan sin cenar ni ver la televisión...
Y después venían los enfados... Buff... Marcos aún tenía grabado en la retina el día que sus padres discutieron a grito pelado y estuvieron una semana sin hablarse. Cuando se os pasará... preguntaba y ellos respondían... Cuando ya no nos quede rencor, hijo, cuando ya no nos quede rencor o hayamos mandado el orgullo a tomar viento...
Rencor. Orgullo. Qué lastre de palabras... Marcos y Javier nunca las habían utilizado, ni siquiera aquella vez que se enfurruñaron porque querían las mismas canicas y, aún así, hicieron las paces en menos de media hora. Qué facilidad tenían para pasar de la risa al llanto y del llanto a la risa en un santiamén. Y eso a él lo fascinaba.
Por eso a veces a Marcos le daba pereza hacerse mayor y cargar con el peso de la responsabilidad, la contabilidad de la casa, los disgustos y tantas otras cosas de las que oía hablar. Él quería crecer pero para llegar a ser astronauta, así que en su trayecto hacia la luna se llevaría una mochila cargada de otras cosas más placenteras: el helado de chocolate con dos bolas que le compraba la abuela Matilde, su colección de cromos preferida, el abrazo que le dio Javier el día de la muerte del abuelo Tomás, las zapatillas verdes de deporte, Rufus lamiéndole la mejilla por las mañanas, el beso que Natalie, la niña más graciosa y bonita que jamás había conocido, le dio en el ombligo, papá moviendo las caderas al ritmo de ese cha-cha-chá y, cómo no... la sonrisa de mamá. 
Y es que si de una cosa estaba seguro era de que con todo eso a cuestas... convertirse en adulto sería muchísimo más divertido.



dimarts, 12 de març del 2013

L'últim ball




Tornaven a casa acompanyats d’un silenci que estranyament cruixia sota les rodes dels cotxes. Ell caminava sense mirar-la i ella empenyia les rodes de la cadira com si no volgués aturar-se mai. Li flaquejaven els braços, però aquesta lluita per treure forces del no res la feia sentir viva. Després d’haver deixat l’hospital enrere, en un dels semàfors, aturats, es van mirar per primer cop.  Ell apretava la mandíbula i ella l’observava amb una valentia que mai abans havia experimentat. Li va agafar la mà i va somriure.  L’home va començar a plorar mentre ella li acariciava aquell palmell que tantes vegades havia resseguit el seu cos i es va preguntar per què s’havien deixat esgarrapar àridament pel pas dels anys.  Com si es tractés d’una malaltia contagiosa,  els dos havien permès que els prejudicis s’apoderessin d’aquells racons d’intimitat on havia lliscat el plaer i on ara s’amagava la vergonya i, sense adonar-se’n, havien anat oblidant l’amor que sentien l’un per l’altre entre mobles antics i fotografies en blanc i negre.

Per altra banda, la notícia d’aquell matí els havia unit de tal manera que se sentien capaços de fer qualsevol bogeria com en els vells temps i, enmig del rebombori de la ciutat i de l’anar i venir de la gent, la dona li va xiuxiuejar alguna cosa a cau d’orella.


Poques hores després, seien davant el mar, compartint el silenci i la tendresa que havien promès no escatimar. I entre ells dos... la incertesa.

Van passar així una bona estona, fins que l’home va notar com petites gotes començaven a mullar la seva pell arrugada. Es va alçar i es va dirigir de seguida a agafar la cadira amb la seva dona per tal de marxar, però ella el va aturar. No tenia cap pressa. Ara ja no. El va mirar de nou, va tornar a somriure i li va preguntar seductorament: Em permet aquest últim ball? Una barreja de timidesa i calfred va estremir l’home, que mai s’havia atrevit a ballar, ni tan sols el dia que es van conèixer.  Desafiant les pors amb què havia conviscut tants anys i feliç de concedir-li aquell desig a la dona que li havia fet perdre el cap i tantes vegades la paciència, va demanar ajuda per aixecar-la de la cadira. Un pessigolleig li va recórrer el cos sencer quan va notar aquells petits peus sobre els seus i, sucumbint a la mirada de la gent, van començar a acaronar l’aire amb aquella lenta i preciosa dansa que ella acompassava amb un batec i una respiració cada vegada més subtil. De sobte, va sentir com la vellesa s’esmicolava sobre aquella sorra que, granet a granet, viatjava amb el pas del temps. La dona va buscar la galta del marit i, suaument, va anar recolzant el cap a la seva espatlla. Un grapat d’imatges van bombardejar les seves retines mentre tot s'anava enfosquint a poc a poc: la catifa de fulles impregnada dels colors de la tardor, la seva mà robusta resseguint-li el ventre, la tassa de te fumejant, aquella mirada d’ulls negres i penetrants, el vestit vermell, el pati, els geranis florits, el seu somriure, aquell llibre obert per l’última pàgina i la pluja, sempre la pluja.


El último baile


Volvían a casa acompañados de un silencio que extrañamente crujía bajo las ruedas de los coches. Él caminaba sin mirarla y ella empujaba las ruedas de la silla como si no quisiera detenerse nunca. Le flaqueaban los brazos, pero esa lucha por sacar fuerzas de la nada la hacía sentir viva. Después de haber dejado el hospital atrás, en uno de los semáforos, se miraron por primera vez. Él apretaba la mandíbula y ella lo observaba con una valentía que nunca antes había experimentado. Le cogió la mano y sonrió. El hombre empezó a llorar mientras ella le acariciaba esa palma que tantas veces había recorrido su cuerpo y se preguntó por qué se habían dejado arañar por el paso de los años. Como si se tratase de una enfermedad contagiosa, los dos habían permitido que los prejuicios se apoderasen de aquellos rincones de intimidad por donde se había deslizado el placer y en los que ahora se escondía la vergüenza. Sin darse cuenta, habían ido olvidando el amor que sentían el uno por el otro entre muebles antiguos y fotografías en blanco y negro.

Sin embargo,  la noticia de aquella mañana los había unido de tal forma que se sentían capaces de hacer cualquier locura como en los viejos tiempos y, en medio del barullo de la ciudad y del ir y venir de la gente, la mujer le susurró alguna cosa al oído.

Pocas horas después, estaban sentados frente al mar, compartiendo el silencio y la ternura que habían prometido no escatimar. Y entre ellos dos… la incertidumbre.

Pasaron así un buen rato, hasta que el hombre notó cómo pequeñas gotas empezaban a mojar su piel arrugada. Se levantó y se dirigió enseguida a coger la silla con su mujer para irse, pero ella le detuvo. No tenía ninguna prisa. Ahora ya no. Lo miró de nuevo, volvió a sonreír y le preguntó seductoramente: ¿Me permite este último baile? Una mezcla de timidez y escalofrío estremeció al hombre, que nunca se había atrevido a bailar, ni siquiera el día en que se conocieron. Desafiando los miedos con los que había convivido tantos años y feliz de conceder ese deseo a la mujer que le había hecho perder la cabeza y tantas veces la paciencia, pidió ayuda para levantarla de la silla. Un cosquilleo le recorrió el cuerpo entero cuando notó aquellos pequeños pies sobre los suyos y, sucumbiendo a la mirada de la gente, empezaron a acariciar el aire con aquella lenta y preciosa danza que ella acompasaba con un latido y una respiración cada vez más sutil. De repente, sintió cómo la vejez se desmenuzaba sobre la arena que, granito a granito, viajaba con el paso del tiempo. La mujer buscó la mejilla del marido y, suavemente, fue apoyando la cabeza en su hombro. Un puñado de imágenes bombardearon sus retinas mientras todo se iba oscureciendo poco a poco: la alfombra de hojas impregnada de los colores del otoño, su mano robusta recorriéndole el vientre, la taza de té humeante, aquella mirada de ojos negros y penetrantes, el vestido rojo, el patio, los geranios en flor, su sonrisa, aquél libro abierto por la última página y la lluvia, siempre la lluvia.











   





dilluns, 4 de febrer del 2013

Le bal



Su expresión consiguió atrapar todos y cada uno de sus alientos. Jugaba. Jugaba a acariciar el espacio y esos silenciosos latidos que suspendía en el aire. Empezó a dar vueltas mientras el tiempo renunciaba a alcanzarla y, en un compás de poética belleza, sus brazos comenzaron a bailar. Andó, corrió, saltó, trepó a través de cada uno de los poros de su piel y, con profunda serenidad, compartió ese momento. Su mirada atravesó el límite. Sus manos se deslizaron por las ruedas de la silla, cogió impulso y voló, voló de nuevo. 
Poco a poco la música fue enmudeciendo y ella, con una sinuosidad extrema, siguió danzando para inmortalizar esa felicidad, para preservar la ternura con que había ejecutado cada gesto.

En sus miradas… quedaría grabada, para siempre, la sinceridad de su cuerpo.

A Rita












dimarts, 22 de gener del 2013

Instant





Va escoltar com començava a ploure. Va baixar les escales, va obrir la porta i va sortir al carrer. Es va quedar allí, dreta, notant el pessigolleig de l'aigua. Va tancar els ulls i mentre la roba se li anava mullant va pensar que en aquell precís instant potser hi havia algú que estava fent el mateix. Va somriure en imaginar-se aquells dos desconeguts compartint la mateixa pluja...


Instante

Escuchó cómo empezaba a llover. Bajó las escaleras, abrió la puerta y salió a la calle. Se quedó allí, de pie, notando el cosquilleo del agua. Cerró los ojos y mientras la ropa se le iba mojando pensó que quizás en aquél preciso instante había alguien que estaba haciendo lo mismo. Sonrió al imaginarse aquellos dos desconocidos compartiendo la misma lluvia...