Amanda lleva toda la mañana ahí sentada, como de costumbre,
observando los aviones pasar.
Desde el balcón de su humilde piso echa de menos no poder regalar
una mueca de complicidad a alguno de esos misteriosos viajeros que encajan su
vida en una maleta de 50x40x20cm.
Por eso durante unas horas y, casi por arte de magia,
se traslada a países y destinos donde nunca ha estado antes pero en los que se siente como en casa
y, de vez en cuando, regresa con algún souvenir que sin duda dejará en herencia
a esa niña que en el parque juega a pintar cuadros sobre la arena.
Otras veces se limita a ocupar uno de esos asientos que han quedado libres después de que
algún pasajero despistado haya perdido el vuelo y, si alguien le da pie, detalla
paso a paso y con entusiasmo cómo cocinar sus recetas más sabrosas. Aún así, lo
que más le gusta a Amanda es captar con delicadeza la expresión del rostro, el
respirar y palpitar de quien duerme plácidamente a su lado al mismo tiempo que el avión traza dibujos inconexos en el aire.
De repente, el calorcito del sol la devuelve sin jet lag al vaivén
de la mecedora y, acto seguido, nota el revuelo de unas cuantas hojas secas
posarse en su regazo. Pasa largo rato con la mirada clavada en esos pedacitos
de naturaleza muerta y, tras un arrebato de incomprensible ternura, empieza a limar
sus asperezas acariciándolas entre los dedos.
Ramón la saluda desde el otro lado de la calle con un gesto ya
habitual en él. Con aires de
pícaro galán se saca la boina desgastada por los años y pronuncia unas palabras
que ella no llega a entender. Si se acordara de ponerse la dentadura en vez de
la boina… quizás los halagos llegarían a lo alto de este hermético corazón… se dice ella! Y sin malicia pero sin
poder contener la risa estalla en pequeñas carcajadas por cada intento fallido
de Ramón al tratar de seducirla.
No muy lejos se escucha cantar a María por encima del volumen del
transistor mientras prepara el
sofrito de la comida y los niños
corretean endiablados por el comedor. Al final romperéis alguna cosa y os las tendréis
que ver con vuestro padre cuando llegue del trabajo… les repite cuando no tararea el estribillo de la
canción.
Y así, sin más, transcurren los días y las semanas en el balcón,
con la mecedora, los aviones, la niña del parque, Ramón, María y los críos, el
butanero, el afilador, el cartero, que siempre llama más de dos veces por eso
de que… la gente mayor… ya se sabe… "sordea" de una oreja y de la otra también…
Y así, sin más, hoy Amanda siente un vacío, se siente frágil como
ese revuelo de hojas secas posado en su regazo y desea que, en un arrebato de incomprensible
ternura, éstas empiecen a limarle sus asperezas acariciándola entre sus dedos.