divendres, 9 d’agost del 2013

Cosas de niños...


A Marcos le encantaba andar descalzo, notar que los dedos de los pies no le quedaban oprimidos por esos horribles zapatos que su madre le obligaba a llevar. Le gustaba pisar la hierba y la arena húmeda y jugar sin miedo a ser reñido por haberse manchado la ropa. Por qué los mayores le daban tanta importancia a un trozo de tela... si precisamente la lavadora se había inventado para hacer desaparecer esos restos de chocolate y barro que tan creativamente estampaban sus camisetas... Marcos no lo sabía. Tampoco sabía por qué siempre le mandaban callar, quedarse quieto para no molestar o por qué papá se enfadaba cada vez que se ponía a bailar. Esas mariconadas son de niñas... decía. Y él no entendía nada, porque recordaba la cara de felicidad de papá en la fiesta de cumpleaños del tío Felipe moviendo las caderas al ritmo del cha-cha-chá. Si no fuera por esas copas de más que te has tomado... no moverías ni el dedo gordo del pie... le gritaba mamá.
Marcos se pasaba horas observando como ella ordenaba la compra del día con agilidad, cuidaba delicadamente las plantas que decoraban el balcón y cantaba, con su preciosa voz, las canciones de esa señora francesa que hacía gorgoritos.
Pero si una cosa le hacía más feliz que nada era ver sonreír a Lucía, que así es como se llamaba. Lucía a menudo estaba triste y cuando él le preguntaba ella respondía con un... a veces las cosas no son lo que parecen, cariño, o... uno no puede hacer siempre lo que quiere... o el tópico por excelencia: ya lo entenderás cuando seas mayor...
Qué raros son los adultos... pensaba. Sienten unas cosas, pero luego dicen y hacen otras. A mí me castigan por decir mentiras y, sin embargo, ellos se mienten a sí mismos y a los demás con impunidad y no se quedan sin cenar ni ver la televisión...
Y después venían los enfados... Buff... Marcos aún tenía grabado en la retina el día que sus padres discutieron a grito pelado y estuvieron una semana sin hablarse. Cuando se os pasará... preguntaba y ellos respondían... Cuando ya no nos quede rencor, hijo, cuando ya no nos quede rencor o hayamos mandado el orgullo a tomar viento...
Rencor. Orgullo. Qué lastre de palabras... Marcos y Javier nunca las habían utilizado, ni siquiera aquella vez que se enfurruñaron porque querían las mismas canicas y, aún así, hicieron las paces en menos de media hora. Qué facilidad tenían para pasar de la risa al llanto y del llanto a la risa en un santiamén. Y eso a él lo fascinaba.
Por eso a veces a Marcos le daba pereza hacerse mayor y cargar con el peso de la responsabilidad, la contabilidad de la casa, los disgustos y tantas otras cosas de las que oía hablar. Él quería crecer pero para llegar a ser astronauta, así que en su trayecto hacia la luna se llevaría una mochila cargada de otras cosas más placenteras: el helado de chocolate con dos bolas que le compraba la abuela Matilde, su colección de cromos preferida, el abrazo que le dio Javier el día de la muerte del abuelo Tomás, las zapatillas verdes de deporte, Rufus lamiéndole la mejilla por las mañanas, el beso que Natalie, la niña más graciosa y bonita que jamás había conocido, le dio en el ombligo, papá moviendo las caderas al ritmo de ese cha-cha-chá y, cómo no... la sonrisa de mamá. 
Y es que si de una cosa estaba seguro era de que con todo eso a cuestas... convertirse en adulto sería muchísimo más divertido.